LA SENSUALIDAD DE LA IMPROVISACIÓN
Ser sexy, de acuerdo a la cultura popular, significa alcanzar cierta imagen y adoptar comportamientos enfocados en la visión “masculina” del deseo. La mayoría de mujeres que tienen la posibilidad de hacerlo van al gimnasio motivadas no por una preocupación por su salud sino por la insatisfacción que sienten con sus propios cuerpos. Estas mujeres están enfocadas en cambiar su figura para aumentar su capacidad de atracción, para convertirse en lo que merece ser visto, analizado, lo que puede ser deseado. Esto definirá el alcance de sus metas: en el trabajo, con su pareja, en los estudios… Para muchas mujeres es así y, lamentablemente, es una realidad en muchas esferas de nuestra sociedad.
La sensualidad desde el punto de vista comercial ha venido en gran parte a sustituir a la belleza e incluso la feminidad. Ser bella no es lo mismo que ser sexy. Una chica o una mujer bella, o bonita, no necesariamente es deseable sexualmente. Desde la perspectiva de las mujeres, la connotación también cambia: decir que mi amiga es bonita generalmente no tiene las implicaciones de aceptar que sea sexy. La sensualidad o el poder de atracción sexual conlleva en muchos casos una tendencia a la competencia entre mujeres. Ser sexy, más que ser bella, es una noción enfocada en el hombre, en la mirada lujuriosa, en una versión banalizada de la sexualidad. En ese sentido, a las mujeres no nos gusta pensar que la asistente o la amiga de nuestra pareja sea sexy, idea con la que no sólo estamos objetivando a la mujer en cuestión sino también reduciendo a nuestra pareja a un ser irracional, determinado por sus impulsos y a la noción de masculinidad (es) –en el caso de que la pareja sea hombre– como la tendencia a depredar.
No podemos permitir que dicha deformación de nuestra identidad determine nuestras relaciones y nuestra auto-concepción. Un ambiente en el que ese sentido de ser sexy ha sustituido todas las posibilidades de la belleza e incluso a las capacidades que una mujer puede tener, está dominado, como señala Jean Kilbourne, por un mito de “progreso” que reduce la experiencia de la mujer a problemas mundanos y personales, limitando nuestra capacidad de agencia en un mundo complejo con problemas relevantes.
EL PROBLEMA DE LA ATRACCIÓN
Atraer significa llamar la atención, ser algo que merece ser observado. Desde el momento en que nos consideramos “dignas de ser vistas” nos estamos enfocando en nuestro aspecto físico más que en nuestras capacidades. Cuando nos olvidamos de todo lo demás y nuestras metas se reducen a esa auto-construcción enfocada en la apariencia, no sólo nos estamos alejando de la realidad, de nuestro contexto, de los otros y de la problemática que nos rodea sino también de nosotras mismas y de nuestro potencial humano. Así, el énfasis que desde la cultura popular se hace en la sensualidad puede verse como una estrategia para ensombrecer los roles femeninos aunque muchas veces se nos venda como “empoderamiento”.
Ser sexy, para la perspectiva uniformadora del mercado, significa ser en función del hombre, no en función de nosotras mismas. La imagen que nos vende la publicidad (moldeada por la visión blanca occidental) nos hace pensar que nuestro valor radica en la capacidad que tengamos de atraer a los hombres. No parece haber escapatoria, somos, ante todo, un objeto sexual. En Guatemala muchos hombres se refieren a las mujeres como “culos” y muchas mujeres asumen diariamente ese papel. Se nos ha enseñado que debemos usarnos a nosotras mismas como medio para alcanzar un fin en lugar de concebirnos como un fin en sí mismo. De ese modo, la rutina de muchas mujeres gira alrededor de la alteración, en ponerse un disfraz y jugar un papel, a hacer lo que sea necesario con tal de no ser lo que realmente son. Porque ser sexy es una cualidad puramente decorativa.
Tener una función ornamental implica que nuestro aspecto sustituye nuestras ideas, nuestras emociones y nuestras palabras. Un objeto no habla, es leído e interpretado. Desde este marco, las mujeres no sabemos lo que queremos: decimos que no cuando queremos decir que sí. Se nos ha atribuido un lenguaje puramente simbólico. El verdadero mensaje debe leerse en nuestros movimientos, nuestro aspecto o nuestra vestimenta. Al final si un hombre abusa de nosotras es culpa de esto último. Pasamos del “quién la entiende, dice que no pero anda así vestida” a “la víctima andaba sola por la noche e iba así vestida”… Por otro lado, nuestras emociones son invalidadas por nuestra propia naturaleza: estamos determinadas por el calendario, por nuestra incapacidad de manejar situaciones, por nuestra función decorativa.
CUIDARSE O FABRICARSE
Las mujeres no sólo somos observadas, estamos en permanente escrutinio. Esto nos hace pasar de auto-negación a la auto-degradación. Asociamos la sensualidad y la belleza con las chicas de los anuncios de Victoria’s Secret, cuya extrema delgadez se combina generalmente con senos voluminosos, algo anatómicamente imposible. Ignorando las intervenciones quirúrgicas, las radicales dietas, los hábitos de ejercicio y las infinitas posibilidades de Photoshop, muchas chicas y mujeres enfocan todos sus esfuerzos en el deseo de alcanzar una figura de entrada inalcanzable. Como resultado, nunca estamos satisfechas con nosotras mismas. ¿Cómo íbamos a estarlo entre tanta contradicción? Ser sexy significa ser delgada y voluminosa, tener curvas pero no tener celulitis, ser atrevidas y deseables e inocentes a la vez.
Los programas de ejercicio, las cremas reductoras y la industria de la moda y el maquillaje crecen en proporción a la baja autoestima de las mujeres. El mercado depende de ese sentimiento de culpabilidad. Se nos dice que debemos “cuidarnos” cuando el mensaje real es que debemos fabricarnos según el molde establecido. No nos estamos cuidando, al contrario, estamos dispuestas a sacrificar nuestra salud en función de la apariencia. Le vendimos nuestra alma al diablo: cambiamos nuestro valor intrínseco por uno puramente instrumental. La fabricación del yo, para quienes pueden permitírselo, es un proceso que está constituido no por la auto-realización intelectual y el cuidado de la salud sino por el botox, los implantes y los tratamientos láser. Mientras, una enorme porción de las mujeres en la sociedad están completamente fuera y por lo tanto son rechazadas. El racismo, los prejuicios de clase y la exclusión de los discapacitados van de la mano con esa concepción deformada de belleza e ideal de perfección. La búsqueda por la uniformidad va en contra de la naturaleza humana y no sólo nos está dividiendo más, sino que también está acabando con la vida de muchas chicas, impidiéndoles realizarse, manteniéndolas en una lucha interna, aislada y sin sentido. No podemos vivir tan enfocadas en nosotras mismas que nos olvidemos de lo que sucede afuera. Cuidarnos no significa enmascararnos sino concebirnos con todas nuestras posibilidades. Cuidar nuestro cuerpo para poder tomar acción y alcanzar nuestro potencial como individuos dentro de una sociedad –más allá de nuestro círculo– que nos necesita.
EL PODER DE LA IMPROVISACIÓN
Comprender cómo han sido moldeados los ideales que perseguimos y cuestionarnos si nuestros conceptos de realización, identidad y perfección nos han sido impuestos desde afuera o los hemos construido como resultado de un proceso racional es indispensable para escapar de esa prisión a la que voluntariamente hemos entrado. No hagamos dieta, nutrámonos para poder dar lo mejor de nosotras, dejemos de actuar: seamos. Dejemos de construirnos artificialmente y construyamos otros modelos, enfocándonos, como sugiere Judith Butler en las múltiples posibilidades de improvisación abiertas para nosotras. Recordemos que un modelo no se imita, inspira y pasemos de imitadoras a inspiradoras. Abracemos la diversidad en lugar de anularla. Nuestra belleza, sensualidad y el deseo (que no se reduce a una referencia visual definida por el mercado) que podamos despertar en otros será resultado de esa autenticidad. El estereotipo no puede convertirse en norma. La sexualidad no puede ser capturada por ninguna regla.
Entender que la perfección no existe significa superar gran parte de nuestros temores. Le tememos a la inseguridad porque la vemos como sinónimo de imperfección, de debilidad e inferioridad pero la inseguridad no es más que el sentimiento de que no estamos en un terreno totalmente seguro y esa es señal de que nos encontramos en un proceso de aprendizaje, en medio de una oportunidad de crecer como personas. Quienes se sienten perfectos, por otro lado, se quedan estancados, dejan de construirse intelectualmente y se limitan. Su vida se reduce a la apariencia y el tiempo acabará borrando su memoria sin legado al igual de quienes se encierran en sí mismos buscando una perfección inalcanzable.
Mientras las mujeres examinemos los efectos de nuestra búsqueda y cuestionemos las nociones de feminidad, belleza y sensualidad comúnmente aceptadas seremos capaces de vivir de manera libre y genuina, enriqueciendo nuestra experiencia en el mundo y abriendo nuestras posibilidades de impactar a los demás. Dejar de perseguir la perfección para empezar a ser “yo”.
por Luisa González-Reiche