LA ORIGINALIDAD EN LA ÉPOCA DEL ALGORITMO
La “originalidad”, la “innovación” y la “identidad” son conceptos centrales en la actualidad. De alguna manera, todos aspiramos o queremos aspirar a ser auténticos, a ser “nosotros mismos”. Pero, ¿qué pasa cuando los materiales con los que nos debemos construir son limitados? ¿cómo nos definimos a nosotros mismos en una época determinada por los algoritmos y la cultura de consumo?
A principios de los años 60 Andy Warhol, radicado en Nueva York, hacía la transición del diseño gráfico a la creación artística, dando paso a lo que sería el trabajo más representativo del arte Pop. En sus obras, Warhol utilizaba métodos de reproducción mecánica para crear obras que replicaran la repetición característica de la publicidad. Obras como “Campbell’s Soup Cans” y “Coca Cola Bottles” mostraban ese efecto hipnótico de los medios y la cultura de masas, producto del bombardeo de imágenes y símbolos. Pero más que eso, Warhol ponía en evidencia la uniformidad resultante del consumismo y cómo, así como los productos que definían la vida cotidiana de la mayoría de individuos, las mismas personas se habían convertido en objetos de consumo, cuyas vidas eran explotadas y banalizadas en las revistas y la televisión. Esas personas eran ahora estereotipos. Warhol señalaba en su obra que la repetición constante elimina el significado de las cosas o las experiencias. Todo adquiere el mismo sentido y el mismo “valor”: un producto de limpieza es equiparado a una persona, a un suceso trágico, a un hecho histórico. Cuando la información nos llega de manera masiva, maquinal y repetitiva esta pierde sentido, resultando de ello la atrofia de la imaginación y de la espontaneidad. Ya en 1963, Warhol advertía en una entrevista: “aquellos que hablan de individualidad son los que más se resisten al cambio, y en pocos años puede que sea al revés. Algún día todos pensarán exactamente lo que quieren pensar, y entonces probablemente todos pensarán lo mismo…” Y no se equivocó.
El desarrollo económico dio paso al nuevo estilo de vida americano, un estilo de vida que por medio de la publicidad y la cultura popular llegaría a los países occidentalizados, como el nuestro. Hoy, sesenta años después, la realidad es otra, pero sigue definida por aquella influencia, así como por la globalización, la tecnología y el sistema del algoritmo –el registro, control y determinismo en Internet a partir de una serie de fórmulas matemáticas. Vivimos en un mundo aún más uniforme que el que se anunciaba en los años 60 mientras los conceptos de la individualidad y la originalidad han ido adquiriendo más y más fuerza. ¿Cómo podemos, entonces, definirnos a nosotros mismos y ser realmente originales en un mundo cuyas opciones están pre-determinadas? ¿Cómo hablar de originalidad cuando todo se encamina al encasillamiento? Nos hemos convertido en máquinas reproductoras de una misma línea de pensamiento, de una única forma de vida. Aún en nuestras “rupturas”, somos incapaces de replantearnos realmente, de trazarnos desde cero.
El acceso a la gran cantidad de información disponible en la “nube” está limitado por el algoritmo, nuestra capacidad de conocimiento –con el acceso a fuentes que nos sirvan como guía para el cuestionamiento– son definidas por nuestras mismas búsquedas y likes. ¿Cómo buscar nuevas ideas si no sabemos que existen, si nos son vetadas desde el inicio a partir de nuestros propios “intereses”? Sólo nos queda la repetición de lo mismo: el hipnotismo producido por las mismas figuras, imágenes, ideas… Nos gusta lo que conocemos y desarrollamos un rechazo ya inconsciente a lo que no nos es familiar. Nuestro mundo se convierte así en un espacio reducido en el que giramos en círculos, donde nuestros malos entendidos, sesgos y prejuicios –que los tenemos todos– son validados una y otra vez, y donde la repetición nos ha hecho inmunes a las diferencias, las injusticias y a la vida misma. Nuestra originalidad radica en nuestra capacidad de ser todos iguales, tener todos las mismas aspiraciones, vernos de cierta manera. ¿Quién es, entonces, ese “yo mismo”? ¿Dónde queda esa identidad que nos invitan a “crear”?
Quizás lo que necesitamos primero es salirnos de ese marco de referencia, cuestionar nuestros modelos mentales, pensar “¿cómo sería sí…?” olvidándonos de nuestros privilegios, pensar en la “originalidad” no como la define la cultura popular y los medios sino en su sentido real: algo que resulta de la invención, no de la repetición. Esto implica libertad, pero no la libertad de la que se habla desde el marco económico, sino la libertad verdadera. La repetición –la producción en masa de estereotipos, significados, comportamientos, “identidades”– no permite la invención porque no deja espacio para esa libertad. Mientras no podamos repensarnos libremente seguiremos pensando que lo único que nos queda es adoptar identidades que no son nuestras, moldearnos a nosotros mismos a partir de artificios, conformarnos con los límites que nos han sido impuestos.
Imaginemos que nos dicen que podemos crear una obra de arte de manera completamente libre, que podemos tomar las decisiones que queramos, utilizar los colores que elijamos, darle cualquier sentido, crear algo “único”. Pero el único material disponible es una caja de crayones de madera de 12 colores y una sola hoja en blanco. Podemos ser muy creativos y crear algo interesante, incluso algo que dentro de lo posible sea “original”, pero estamos limitados. Esos materiales elegidos previamente para nosotros determinan nuestras posibilidades, aún cuando queremos creer que podemos ser innovadores y “únicos”. ¿Y si a todo el mundo le ofrecen esa única posibilidad? ¿Podemos hablar realmente de originalidad en esas circunstancias? Aún cuando nuestras opciones parecen ser más amplias, la realidad es que lo que podemos hacer –y lo que podemos llegar a ser– es limitado, y nuestras posibilidades fácilmente nos harán caer en la imitación y la artificialidad. ¿Existe la posibilidad de dejar de buscarnos en los estereotipos creados por el cine y la televisión? ¿Podemos evitar construir nuestra identidad a partir de objetos? No tiene sentido ser en función de lo que otros esperan de nosotros: la ama de casa ideal, el empresario “exitoso”, la chica “buena”, el joven popular, la Mujer, el Hombre, etc.; no podemos anteponer el prestigio a la felicidad.
¿Qué significa entonces definirnos a nosotros mismos, en una época determinada por los algoritmos y la cultura de consumo? Recordemos que el “individualismo” del que se habla comúnmente reside en la imitación. Individualismo y autonomía no son lo mismo. Para realmente podernos inventar y alcanzar la originalidad se requiere de autonomía; sólo esta nos brindará la posibilidad de transformar nuestra realidad, ser auténticos y ser felices. Actuar con autonomía significa ser libres de la imposición de ideas o comportamientos y guiarnos por nuestra propia razón, por la propia comprensión de lo que debemos hacer. Crear, en lugar de replicar, regidos por el conocimiento. La riqueza individual no radica en el aislamiento, o el egoísmo, sino en la conexión con otros –que no es lo mismo que ser como los otros. La individualización –cuya máxima expresión está en el algoritmo– nos ha ido deshumanizando, desconectando entre nosotros, llevándonos en un permanente estado de hipnotismo en el que no es posible encontrarnos como personas. En nuestro afán por la originalidad hemos construido un esquema único y limitado del “yo”. Empecemos a buscar la salida. Expandamos nuestras posibilidades de invención.
– Luisa González-Reiche